domingo, 28 de febrero de 2010

De ratones y hombres

-Los hombres como nosotros -empezó George- no tienen

familia. Ganan un poco de dinero y lo gastan. No tienen en el mundo

nadie a quien le importe un bledo lo que les ocurra...

-Pero nosotros no -gritó Lennie con felicidad-. Habla de

nosotros, ahora.

George permaneció callado un momento.

-Pero nosotros no -repitió.

-Porque...

-Porque yo te tengo a ti y...

-Y yo te tengo a ti. Nos tenemos el uno al otro, por eso, y hay

alguien a quien le importa un bledo lo que nos pase -exclamó Lennie

triunfalmente.

La escasa brisa del atardecer sopló sobre el claro y las hojas

susurraron y las pequeñas olas surcaron la verde laguna. Y los gritos

de los hombres resonaron nuevamente, esta vez mucho más cerca

que antes.

George se quitó el sombrero. Dijo, con voz quebrada:

-Quítate el sombrero, Lennie. Este aire es muy agradable.

Lennie se quitó obedientemente el sombrero y lo dejó en la

tierra, frente a sí. Más azul estaba ahora la sombra en el valle, y la

noche se acercaba velozmente. Llevado por el viento llegó a ellos el

sonido de pisadas en los matorrales.

-Explícame cómo vamos a vivir -suplicó Lennie.

George había estado escuchando los distantes sonidos. Al

momento siguió hablando apresuradamente.

-Mira al otro lado del río Lennie, y yo te lo explicaré de manera

que casi puedas ver lo que te cuento.

Lennie volvió la cabeza y miró a través de la laguna y hacia las

laderas de las montañas Gabilán, oscurecidas ya.

-Vamos a comprar un trozo de tierra -dijo George. Metió la

mano en un bolsillo lateral y sacó la Luger de Carlson; quitó de un

golpe el seguro, y luego mano y arma descansaron sobre la tierra

detrás de la espalda de Lennie. Miró la nuca de Lennie, en el sitio

donde se juntaban la columna vertebral y el cráneo.