-Los hombres como nosotros -empezó George- no tienen
familia. Ganan un poco de dinero y lo gastan. No tienen en el mundo
nadie a quien le importe un bledo lo que les ocurra...
-Pero nosotros no -gritó Lennie con felicidad-. Habla de
nosotros, ahora.
George permaneció callado un momento.
-Pero nosotros no -repitió.
-Porque...
-Porque yo te tengo a ti y...
-Y yo te tengo a ti. Nos tenemos el uno al otro, por eso, y hay
alguien a quien le importa un bledo lo que nos pase -exclamó Lennie
triunfalmente.
La escasa brisa del atardecer sopló sobre el claro y las hojas
susurraron y las pequeñas olas surcaron la verde laguna. Y los gritos
de los hombres resonaron nuevamente, esta vez mucho más cerca
que antes.
George se quitó el sombrero. Dijo, con voz quebrada:
-Quítate el sombrero, Lennie. Este aire es muy agradable.
Lennie se quitó obedientemente el sombrero y lo dejó en la
tierra, frente a sí. Más azul estaba ahora la sombra en el valle, y la
noche se acercaba velozmente. Llevado por el viento llegó a ellos el
sonido de pisadas en los matorrales.
-Explícame cómo vamos a vivir -suplicó Lennie.
George había estado escuchando los distantes sonidos. Al
momento siguió hablando apresuradamente.
-Mira al otro lado del río Lennie, y yo te lo explicaré de manera
que casi puedas ver lo que te cuento.
Lennie volvió la cabeza y miró a través de la laguna y hacia las
laderas de las montañas Gabilán, oscurecidas ya.
-Vamos a comprar un trozo de tierra -dijo George. Metió la
mano en un bolsillo lateral y sacó
golpe el seguro, y luego mano y arma descansaron sobre la tierra
detrás de la espalda de Lennie. Miró la nuca de Lennie, en el sitio
donde se juntaban la columna vertebral y el cráneo.